Vivimos en una era en la que la tecnología atraviesa cada rincón de las organizaciones, donde los procesos se automatizan, los datos se convierten en activos clave y las operaciones dependen de infraestructuras digitales interconectadas. En este contexto, la ciberseguridad ha dejado de ser un tema exclusivo del departamento de tecnología para convertirse en una preocupación que afecta a todas las áreas de la empresa. Su vínculo con el cumplimiento normativo y la sostenibilidad empresarial es hoy más fuerte que nunca.
Marco regulatorio europeo
El marco regulador europeo ha evolucionado para reflejar esta realidad. Normativas como el Reglamento DORA, que afecta al sector financiero, y la Directiva NIS2, de aplicación a sectores críticos y esenciales, fase de transposición en España, o las directrices, guías o requerimientos específicos definidos por los diferentes reguladores sectoriales, establecen obligaciones concretas para garantizar la resiliencia operativa digital, no solo desde un punto de vista tecnológico, sino organizativo.
Además, los diferentes stakeholders demandan confianza, los inversores valoran la continuidad del negocio tanto como su rentabilidad, los clientes entregan sus datos esperando que estén seguros y que los servicios se presten sin incidencias o los propios empleados, que necesitan saber que su trabajo está protegido frente a riesgos externos.
Un ciberataque puede paralizar la actividad durante días, comprometer datos sensibles, disparar costes y dañar la reputación de forma irreversible. Pero más allá del impacto económico, lo que está en juego es la credibilidad de la empresa.
La importancia de los modelos de gobierno
Tanto los marcos regulatorios como las buenas prácticas demandan contar con un modelo de gobierno acorde a los riesgos TIC de las compañías. Son los comités ejecutivos, los consejos y la dirección quienes deben asumir que proteger la información es proteger el negocio. Cuando la alta dirección asume un papel activo en la protección digital, se genera una cultura de seguridad que permea toda la organización. Además, los marcos normativos establecen responsabilidades y sanciones para los administradores y los comités de dirección.
La implicación de la alta dirección se traduce en decisiones informadas, en asignación de recursos coherente con los riesgos identificados y en una supervisión constante de la eficacia de los controles. No sólo se mide en decisiones estratégicas, sino también en acciones diarias: interesarse por los informes de riesgo, impulsar simulacros de respuesta ante crisis, preguntar por los aprendizajes tras un incidente. De este modo, la ciberseguridad deja de ser un tema reactivo para convertirse en parte del modelo de gobierno.
Un modelo de gobierno adecuado debe ser capaz de gestionar los riesgos TIC desde una perspectiva activa y continua, comprendiendo los riesgos y definiendo medidas de control preventivas y de detección eficaces, así como tener capacidad para responder y recuperarse ante incidentes (definiendo planes de continuidad y resiliencia).
Es necesario definir pruebas, planes, roles y, sobre todo, es necesaria la cooperación en la empresa. Las amenazas digitales tienen implicaciones legales, operativas, reputacionales y financieras. Por eso, las áreas de tecnología, riesgos, legal, compliance y operaciones deben trabajar de forma coordinada, compartiendo información y definiendo juntos las respuestas más eficaces.
Este enfoque transversal significa que cuando ocurre un incidente, no se trata solo de contener el daño tecnológico. Es necesario evaluar si hay que notificar a la autoridad competente, si se han incumplido cláusulas contractuales, si hay riesgos para la continuidad o si se pone en peligro la imagen de la compañía. Todo esto requiere compartir información de forma ágil y fiable entre departamentos.
Otro de los grandes retos es la cadena de suministro tecnológica. La creciente externalización de servicios y la dependencia de proveedores TIC para funciones críticas, como el almacenamiento de datos, las plataformas de comunicación o incluso la ciberseguridad misma, obliga a las empresas a tener una visión clara y detallada de sus relaciones contractuales. Esta realidad multiplica los puntos de exposición a posibles fallos, vulnerabilidades o ciberataques originados fuera del perímetro directo de control de la organización.
Anticiparse al error
Regulaciones como DORA exigen mantener un inventario actualizado de terceros, identificar qué servicios son considerados críticos, evaluar periódicamente los riesgos asociados a cada proveedor y establecer mecanismos efectivos de supervisión. Esto implica revisar contratos, exigir cláusulas de seguridad específicas, solicitar evidencias de cumplimiento, y contar con procedimientos para actuar ante la caída o compromiso de un proveedor.
No se trata solo de minimizar el impacto de un posible fallo, sino de anticiparse a él con una planificación rigurosa. Esta trazabilidad y control permiten no solo cumplir con las obligaciones normativas, sino también garantizar la continuidad operativa y mantener un entorno digital fiable, incluso cuando parte de la infraestructura depende de agentes externos.
En definitiva, la ciberseguridad ya no puede entenderse como una función auxiliar ni como una reacción ante incidentes, y la solidez de un modelo de gobierno digital no reside sólo en las herramientas o en los controles desplegados, sino en la capacidad de la organización para orquestar, de forma coherente y especializada, los conocimientos de riesgo, auditoría y seguridad.
Aquellas compañías que articulen un núcleo experto—capaz de integrar metodologías RAS con visión estratégica y operativa—contarán con la agilidad necesaria para anticipar amenazas, superar las exigencias regulatorias y generar la confianza que hoy exigen inversores, clientes y reguladores. Cultivar ese espacio de expertise compartido no es un lujo; es la pieza que convierte la ciberseguridad y el compliance en ventajas competitivas sostenibles.
Autores: Marta Sánchez, directora de RAS | Gianpaolo Mastromatteo, IT Risk Advisor