Publicado en el semanario Búsqueda el jueves 10 de agosto

Hoy nos ocuparemos nuevamente de la Ley de Transparencia Fiscal, pero en esta oportunidad lo haremos en lo concerniente a su Capítulo II – IDENTIFICACIÓN DEL BENEFICIARIO FINAL Y DE LOS TITULARES DE PARTICIPACIONES NOMINATIVAS.

La norma tiene por objeto eliminar la existencia de cualquier rasgo de anonimato o confidencialidad sobre la titularidad de las empresas. Es sabido que a través de otras personas o formas jurídicas, existen empresarios que pretenden no revelar su carácter de titulares de este tipo de entidades.

A estos efectos, la norma citada introduce el concepto de “beneficiario final” y lo define como: “persona física que, directa o indirectamente, posea como mínimo el 15% del capital o su equivalente, o de los derechos de voto, o que por otros medios ejerza el control final sobre la entidad, considerándose tal una persona jurídica, un fideicomiso, un fondo de inversión o cualquier otro patrimonio de afectación o estructura jurídica”

La obligación de identificar a sus beneficiarios finales rige a partir del 1º de enero de 2017 (se reglamentan plazos acordes a determinadas características de los distintos tipos de entidad) sin excepciones para las entidades residentes, y para las no residentes siempre que actúen en el país a través de un establecimiento permanente, radiquen en el país la dirección y control de sus negocios, y/o sean titulares en el país de activos que superen los 2.500.000 de UI. (USD 320.000 aprox.)

La responsabilidad de la custodia y administración de información de los beneficiarios finales y de las entidades emisoras de acciones o partes sociales será del BCU.

El control del cumplimiento de las obligaciones derivadas estará a cargo de la Auditoría Interna de la Nación (AIN), quien deberá comunicar los incumplimientos a los organismos competentes, imponer las sanciones que correspondan y recaudar los importes derivados en el caso de las de carácter pecuniario. Sin perjuicio de esto, DNA, BPS, DGI y SENACLAFT deberán comunicar los incumplimientos que detecten en el ejercicio de sus funciones.

A su vez DGI, SENACLAFT y UIAF – BCU serán los organismos autorizados a solicitar información, en términos generales, en el marco de sus cometidos.

Los incumplimientos podrán ser castigados con una multa de hasta 100 veces el valor máximo de la multa por contravención, así como con la suspensión del certificado único (DGI), prohibición de distribuir utilidades y prohibición de inscribir actos y negocios jurídicos en los Registros correspondientes.

Hasta aquí un breve resumen de los aspectos “operativos” del tema. Correspondería analizar el propósito de estos cambios. Públicamente se ha manejado que se inscriben en el marco de la adhesión de nuestro país a la lucha contra el lavado de activos y el financiamiento del terrorismo, así como contra la evasión fiscal a nivel nacional y también en colaboración con estados extranjeros.

Podríamos preguntarnos si las únicas razones por las cuáles un empresario prefiere mantener su confidencialidad son alguna de las citadas, o si existen otras como el temor vinculado con la seguridad personal, evitar el eventual riesgo de exposición pública o descreer en el nivel de confidencialidad que pueden mantener los organismos públicos, o simplemente razones comerciales.

Entendemos que no se puede caer en el argumento fácil de que la confidencialidad es sinónimo de evasión fiscal o lavado de dinero, eso es sinónimo de invertir la carga de la prueba. El derecho a la confidencialidad es importante, y el Estado debiera compatibilizar el combate a la evasión y el lavado de dinero con el respeto al derecho a la confidencialidad. Hoy en día tiene herramientas para ello.

Por último, un tema no menor es el de los costos, tanto a nivel del Estado (la función que asumen el BCU y la AIN obviamente recarga su estructura burocrática, y lo mismo sucede con el sector privado, también parece obvio las entidades sujetas a este control deberán incrementar sus procesos administrativos y de control.